26 nov 2008

Le bateau-lavoir

La tarde en Montmartre en que nació el porvenir.
Por Antonio Lucas
Aquel viaje definitivo comenzó con Picasso zascandileando en todos esos merenderos famélicos que eran los cafés de entonces, amparado por un ejército de diletantes que guardaban sardinas secas bajo el sombrero y se achicaban la bulimia con una nube de absenta en el café de recuelo. Después de aquella primera experiencia francesa, con el difunto Casagemas por testigo, en 1901, cuando les dio cuartelillo Isidre Nonell en su estudio de la Rue Gabrielle, la de ahora era una visita definitiva para echar abajo todo el conjunto de la pintura. Había que empezar de cero, desde lo hondo de la tradición, que es de donde sale lo más intenso de la despechugada realidad. Y eso lo hizo en este mismo lugar que pisamos, al amparo de un cuartucho infame, en un edificio de tablas curvas y aleluyas de orín en la escalera. Aquí mismo, en el Bateau Lavoir, donde se desinfectaba el suelo con ráfagas de petróleo dejando un olor a quinqué por los rincones. Subir a la rue Ravignan, 13, (al Bateau Lavoir) es algo así como descender a las cuevas de Altamira del arte moderno, allí donde el mito camina aún sigilosamente, pero no puede negar que viene a cambiar el cansancio de las formas. Hay que trepar por calles esforzadas esta colina de Montmartre y desviarse a tiempo. Dejar a un lado el Sacre Coeur y su blanquísimo arabesco alfombrado de turistas en la mañana hirviente de julio. Y entonces sí, empieza uno a delirar imaginando aquellas tardes de lejía, cuando el escultor Paco Durrio daba palmas de barro, o hacía estraperlo de trapos viejos Manolo Hugué, o apuraba Picasso la corona de flores de Muchacho con pipa (1905), uno de los cuadros más caros de la Historia, mientras ladraba la perra Frika y Fernanda Olivier (el primer amor en París) se paseaba desnuda con el costado pálido y un pubis de medusa flotando en el sol de la siesta.

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